Desde que salimos de Jartum, la capital de Sudán, dirigiéndonos a Egipto, las temperaturas en el desierto fueron subiendo más y más. Al principio era un problema solo durante el mediodía, pero poco a poco el calor fue apretando también de noche y nos impidió dormir decentemente en varas ocasiones.
El primer momento en el que nos dimos cuenta de que no éramos los únicos que sufríamos ese infierno fué cuando vimos este cementerio de vacas junto a la carretera. Desde ese momento no paramos de ver tanto vacas como camellos muertos por todos lados. Nos explicaron que la mayoría no morían por el calor, sinó por los accidentes. No nos extrañó: estaba repleto de camioneros y conductores de autobuses que aprovechaban las eternas rectas para llegar a velocidades extremas. Supongo que el hecho de tener que empezar de nuevo a marear las marchas del vehículo les parecía incómodo frenar ante cualquier obstáculo.